Infancia

PASO mucho tiempo solo. Es una elección que le viene bien a mi ánimo festivo. Mis amigos lo comprenden. Voy de los libros a la vida y de mi corazón a mis asuntos. Pero a veces es necesario detenerse levemente y echar la vista muy atrás, más o menos hasta donde suena la infancia. El prestigio de la infancia, cuando todo era promesa y casi hermoso el mundo por sus cumbres. Cuando uno gana edad se reconoce más plenamente en el niño, porque es ese poder temporal del hombre que dura siempre. Lo vino a decir Rilke: «La verdadera patria es la infancia». Y regresar es poner la memoria a funcionar con más nostalgia de futuro que ansia de pasado.

Voy pensando en mi niñez como en un pequeño espacio solar. En los veranos incalculables. En las tardes perdidas en la carpintería de un abuelo. En las mañanas inmensas en el taller mecánico del otro. Nubes de serrín y tos de los motores. Pienso en mis dedos mordidos por la rampa de cuando me electrocuté, en la feroz taquigrafía de la muerte contando sílabas en mí. Pienso en el hallazgo del campo, en el flúor lujurioso de la huerta. En el mar Mediterráneo y sus razones anegadas. También en las risas y las minúsculas decepciones. En los deseos dichos en voz alta. En lo posible que aún eran: ¡hasta el de ser periodista! Pienso en que el amor sólo era amor y también no era nada. Entonces a la vida sólo le pedías vida. Y así te ibas modelando para la fecha de ser hombre.

La infancia es lo que uno acepta de sí mismo sin tener que avergonzarse. Pertenezco a una generación que fue diseñada, más o menos, bien. Muchos nacimos con Franco ya tieso bocarriba. Vinimos de algún modo a estrenar país. Crecimos. Fuimos moderadamente gilipollas, como se espera de la adolescencia. Nos hicimos adultos entre halagos y becas hasta desembocar con la existencia aún tierna en esta gusanera. Somos esa primera camada de la democracia que se ha quedado sin elección. Leemos el periódico a gritos, escandalizados, pero quietos ante lo inadmisible. Hay un nuevo clasismo de la corrupción, un narcisismo de la estafa que nos afecta directamente, pero nada. Ante este fea realidad desarrollamos una costumbre unidimensional. Y ahí empieza la derrota.

Es por cosas así, por tantas certezas como apalean el ánimo con sólo mirar alrededor, que uno requiere a ratos detenerse. A solas. Y buscar en su infancia, en todo lo que fue, pues pocas veces te acercas a la vida tan intensamente como cuándo ésta se piensa desde aquel lejano sin porqué.